Beijing, 22.09.05
Estos son los nombres de los dos personajillos entrañables con los que convivo ahora. Personajes por mil motivos (y los que aun me tienen que sorprender) e –illos porque no pasan del metro y medio. Pero todo lo que tienen de pequeñitas lo tienen de buenas y hospitalarias.
A mí lo que más me sigue intrigando es la incertidumbre que supone hablar con ellas, todo es un quizás. Me acuerdo de que cuando me vino a buscar Yi Yutong por primera vez a la organización, en sus gafas y su eterno uniforme –pues no hay para más ropa–, le pregunté si iba al mismo instituto al que empezaría a asistir yo. Respuesta: quizás. En ese momento me quedé descolocada, sin saber ni siquiera qué expresión tenía mi cara porque, desde luego, la confusión me empezó a invadir. Y de ahí en adelante, el desconcierto aumentó, durante la primera semana, exponencialmente.
Llegamos a casa, un edificio prototipo de Bĕijīng. Consta de quince plantas y no destaca entre los demás, ni por su limpieza ni por su estatura, pero contrasta bruscamente con los “hútòngs”, o chozas típicas, que lo rodean. En su día, no hace mucho tiempo, debía ser un edificio blanco y las descaradas cajas del aire acondicionado no debían estar oxidadas y torcidas. Pero Bĕijīng es así, construir, no mantener, y todo está, al menos en mi barrio, sucio y con su olor, o mejor, hedor más que característico.
Los primeros días, fueron duros, pero la familia establece una rutina que te mantiene ocupada, el idioma te desborda, y al final del día te estiras en la cama intentando recapacitar pero sin darte cuenta ya te has levantado a la mañana siguiente con la tenue luz de un sol oculto y misterioso a causa de la polución. De hecho, miras por la ventana y el edificio de enfrente queda borroso, incluso después de ponerse uno las gafas.
Son las seis y media. Bĕijīng está más despierto que nunca. La música repetitiva del colegio de primaria delante del que vivo suena sin cesar, alta y vigorosa. Aquí todo son ritmos. Todo el ritmo está establecido. Inesperadamente, se oye un “¡Ooorien!” e inmediatamente después, cientos de satisfechas pisadas al unísono. Miro por la ventana y son los tres cientos alumnos de primaria marchando con una veintena de banderas chinas. Todos en sus uniformes azules y blancos (iguales que el mío), sus “pins” del partido comunista en su pecho izquierdo y un pañuelo rojo perfectamente atado alrededor del cuello. Los brazos rectos a los lados, los pies al frente y la barbilla orgullosa de izar su bandera. Es un colegio estatal y de aquí salen los niños que luego van a mi instituto. El mini-sargento que los dirige va gritando en lo que es, para ellos, la rutina matutina de su “clase de educación física” (se parece más a la militar, a mi juicio).
Pero yo sigo a mi ritmo, me preparo mentalmente y con humor para lidiar un nuevo día, y abrirme un huequecito en un lugar donde, más que nunca, no sé nada.
Hezhi e Yi Yutong, los primeros días – ahora ya no lo hacen, la verdad–, me preparaban leche con calabaza, pasta de galleta frita y los restos de la noche anterior. Los chinos comen un montón.
Algunos detalles, Yi Yutong me ha cedido su propia habitación, su cama y su taza para que yo me sienta en casa. Ella ahora vive en lo que es la habitación multiuso. Duerme encima de dos colchonetas en el suelo y bebe de la misma taza que mi madre, Hezhi. Pero cualquier intento de devolverla a su sitio resulta fallido y si insisto mucho se ofende, con razón supongo, después del esfuerzo que está haciendo.
Otro detalle. En un principio pensaba que tenía padre chino pero como no apareció en días y no se hablaba nunca de él, pensé en preguntar, porque sabía que este señor existir, existe. La primera vez, recogí otro de los muchos “quizás”, quizás volvía, quizás estaba de viaje de negocios, quizás. La segunda vez, después de mi pregunta empezamos a hablar de lo buenas que estaban las empanadas. Total que un día de la primera semana, Yi Yutong me vino totalmente seria, tanto que parecía que estuviera furiosa. Me dijo que tenía que hablar conmigo pero en realidad, optó por dejarme una nota en una libreta. En resumen, me contaba que sus padres hacía cuatro años que se habían separado pero que como esto aquí es una deshonra social y motivo de burla no me habían querido decir nada ni a mí ni a la organización. Sin embargo, me consideraba realmente como una hermana (¿ya? Pero si no nos conocemos… – pensaba yo) y por ello, me lo contaba en secreto. A día de hoy, y llevo un mes viviendo con ellas, el tema del padre no lo he vuelto a sacar, por supuesto, pero es que Hezhi tampoco sabe que sé que están separados. Otro detalle. Es la primera, y hasta el momento, última vez que he visto a Yi Yutong expresar algún sentimiento más allá de las palabras – los chinos, se ve que en general son así, en particular la generación que sube.
Sube sola e independiente, prevista de nuevos “valores” (o falta de valores) impuestos en ellos como una losa que ven que el resto del mundo, el oeste, ha seguido, y se sienten obligados a imitarlos. Realmente, ¿es lo que queréis?
Sube una generación de inteligentes por tradición pues ahora descubro que históricamente, en China, aquellos que pasaban a ser maestros superaban tantas y tan duras pruebas que no puede ni compararse a cualquier occidental que se considerara siglos atrás un “maestro” por hacer una obra de arte. Aquí el estudio es exhaustivo y tenaz – sin ánimo de desprestigiar lo nuestro.
Son inteligentes, pero no sé hasta que punto críticos ni con el gobierno ni con lo que les rodea pues, como comentaba, aquí ha habido demasiados años de tergiversación de los hechos y por mucho que ahora todo empiece a esclarecerse, el molde está hecho y las memorias escuecen.
Los padres no han vivido en el mismo mundo que sus hijos y por eso, no entienden sus preocupaciones. No coinciden en nada y el resultado es un frustre inevitable en la comunicación entre ambas generaciones. Los hijos, muchos, como Yi Yutong, tristes siempre y dedicándose a los estudios para optar a una vida mejor. Yi Yutong por ejemplo quiere irse a Estados Unidos, pero éste es un caso de miles. Paralelamente, los chicos del campo emigran a las ciudades, cosa que considero un cambio mucho más violento. Los padres, muchos, como Hezhi, hartos de trabajar por sus hijos y ver que toman un camino imprevisible y desviado, quieren que se busquen la vida de una vez y que los dejen en paz. En mi instituto, casos de éstos a docenas (Tāo, Xiăo Lŏng, etc.).
Ahora en casa yo funciono de peón intermediario. Yi Yutong me viene contando sus cosas, que se traduce, en definitiva, a toda esta presión. Hezhi me explica sin ningún reparo que su hija le da igual y que los niños chinos de hoy en día le caen mal porque son tristes y no quieren a sus padres.
Xiăo Lŏng, un chico de dieciséis años del instituto, el otro día me explicó que su “novia” de hace tres años le acaba de decir que si saca una de las cincuenta mejores notas del curso (son 640 coquitos por curso) en un examen, le dejará poner el brazo alrededor de sus hombros. Pensaba que me tomaba el pelo pero se ve que se pasa el día estudiando a ver si cae algo. Pues, aunque la disparidad con nuestros conceptos de relaciones entre chicos y chicas aquí es exagerada, aun así padres e hijos no se entienden. Me imagino como debía ser la generación de los padres… pero bien pensado China ha tenido el feudalismo más largo de la historia. En las mentes ha debido dejar huella.
Las chicas pasean de la mano y se dan todas las caricias del mundo, incluso las de veinte y muchos. Los chicos van por su lado. Un ejemplo más concreto. El otro día nos contó Li Laoshi, mi profesora de chino, que entre personas, a no ser que se trate de una relación muy cercana, se debe llamar a alguien por apellido y nombre. Prosiguió, diciéndonos que entre amigas se podían llamar por el nombre, pero que incluso entre marido y mujer se llamaban por apellido y nombre – y esta relación ¿no es suficientemente personal?
En definitiva, que por mucho que a los “wáiguórén” (extranjeros) su forma de vida nos parezca de lo más protegida, para ellos esto es un cambio moral y social repentino del que los adultos opinan y por el que mi generación camina sin escuchar ni ver la dirección que toma. Sólo me alegro de que mis amigos americanos y yo tengamos el privilegio de poder ser un tubo de escape para ellos y así entender mejor los cambios que sufre nuestro nuevo país. Todo esto a un ritmo, una vez más, vertiginoso.
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