domingo, 31 de agosto de 2008

espejismo

Gāoyán, Guìzhōu 11.11.05


Sin duda es la primera vez que pienso: ¡Ojalá mi familia hablara mandarín!

Tanto Rosa Tu, una de mis mejores amigas y también compañera de habitación durante este viaje, como yo miramos como vuelan los cacahuetes que saltan y vuelven a caer en el wok. Éste reposa sobre un agujero lleno de ardientes brasas en el suelo de la única habitación de la casa de Yáng Pŭ Zhĕ y su madre. En realidad, esta es la mejor traducción de su nombre Miao a Mandarín, pero como el idioma de los Miao no tiene forma escrita, no consigo saber su nombre.

Calienta las húmedas y oscuras maderas que erigen su casa, aunque todo en vano pues a la mitad de su nido le falta techo. Los cacahuetes, el arroz que proviene de los campos talados escaladamente en las montañas que rodean el pueblo y los huevos de las gallinas que pululan por aquí constituyen la dieta diaria de todos los hogares de este poblado.

Una aldea elevada más alta que las nubes. Un pueblo invisible a los ojos de cualquier pasajero, a los ojos de cualquier gobierno. Un pueblo que parece no tener mundo, y un pueblo que es el mundo para sus habitantes. Lo que para nosotros se asemeja más a una cárcel donde somos los primeros intrusos les tiene a ellos perfectamente contentos. (Aunque la verdad es que ya me hubiera gustado a mí quedarme ahí una temporada antes que regresar a la capital.)

Todo el pueblo se apellida Yáng. Son todos de un clan y no es de extrañar, pues para llegar ahí uno tiene que escalar montañas al menos cuatro horas por lugares donde no hay caminos.

La madre, Yáng Pŭ Zhĕ, revuelve los cacahuetes y les echa manteca del padre del cerdo que ahora duerme a nuestro lado. El cerdo es toda una experiencia y, sinceramente, nos acabamos haciendo íntimos. Os cuento. A la derecha del cerdo tenemos el cubo de aguas menores y a su izquierda, el cubo de aguas mayores que luego sirve de abono. Cuando dormimos, oímos al cerdo y por la mañana oímos, y vemos, las matanzas de los hermanos de nuestro cerdo. ¡Por la noche están buenísimos!

Es muy extraño que el matadero sea la plaza del pueblo o el patio del colegio y que de este modo, todos puedan disfrutar del espectáculo. Esta aldea tiene un colegio donde los niños asisten hasta los catorce años para aprender algo más que los quehaceres agrícolas. Estudian por la mañana y por la tarde, ayudan a sus padres. Sin embargo, lo último no lo hubiera conseguido saber a no ser que me lo hubieran dicho adultos pues, mientras estamos en el pueblo, todo son fiestas y bailes al son del “lúshēng” – una flauta.

Tampoco creo que hubiera conseguido saber que los Miao tienen absolutamente prohibido que un hombre y una mujer estén en la misma habitación (aun estando casados) a no ser que algún amigo me hubiera hecho el favor de demostrármelo. La violación de esta norma aplasta la reputación y la dignidad de las personas que la infringen y la de sus parientes más cercanos. El mejor y más eficaz remedio entonces es sacrificar un perro y que un cura purifique la realmente hechizada habitación del pecado.

Pero en este clan los días pasaron rapidísimamente y todas las preguntas que me brotaban cuando estaba estirada en la cama con los ojos clavados en el techo cubierto con papeles de periódico del dormitorio quedaron incontestadas.

No averigüé quienes eran todas aquellas personas que venían de otras casas después de cenar y nos servían boles y boles de vino de arroz… Tampoco acabé de saber qué le había pasado al marido de Yáng Pŭ Zhĕ – ella tenía un rostro triste. Y no podía evitar preguntarme cómo sería yo de haber nacido ahí, porque en realidad lo único que realmente había definido cómo somos Yáng Pŭ Zhĕ y yo es dónde hemos nacido. Y no nos hacía mucha falta hablar el mismo idioma para llevarnos bien.

Los cacahuetes saltan, pero ahora no quiero deciros si era un desayuno, una comida o una cena porque en este pueblo no hay tiempo. Hay nubes, hay música y hay montañas que simultáneamente marcan nuestra despedida y la vida de una aldea que parece un espejismo. Las nubes con la distancia cubrirán la imagen de decenas de niños que nos tocan los tambores en sus trajes típicos negros bordados con flores y también la silueta de señoras que lloran porque nos vamos y les apena. La música de los tambores bailará con las montañas para que de vez en cuando nos llegue el murmullo de sus canciones. Nos alejamos. Los cacahuetes seguirán saltando. En esto queda todo.

De vuelta en Bĕijīng, cuando mi nuevo padre, Wáng Zhì Xìn, me pregunta dónde he estado de Guìzhōu le respondo con “Gāoyán”. No le he contestado, ¿verdad?

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