domingo, 31 de agosto de 2008

sólo en la primera media hora

Beijing, 12.12.05


Conozco a una chica, Bèi Dì. ¿Y tú?

Cada mañana, los rayos del sol patinan por su húmeda ventana llena de vaho y poco a poco, la despejan. Hay cosas que se esté donde se esté nunca cambian. Pero hoy, y la mayoría de días, esto es lo primero y último que es igual en la su vida y en la de la que ahora os escribe.

Por fin se decide a entreabrir los ojos para, siempre primero, comprobar que las luces del salón no están encendidas, pues si es así, su madre está despierta y la atacará, con toda la buena intención del mundo, a preguntas. Están apagadas, menos mal. Sigilosamente hasta el cuarto de baño, luego la nevera, en seguida a mi habitación y cuando estaba a punto de coger la comida que llevarse al instituto, me ha contado, que se ha levantado. Pasos que, literalmente, hacen temblar el suelo. Un cuerpo, al igual que los de su generación, endurecido por los tiempos más duros pero que guarece auténtica bondad.

Sin embargo, a ella que por la mañana normalmente ya se me da fatal dar conversación, cuando le hablan en chino es aun peor… Total, que se despide su madre que ya está escoba en mano barriendo la habitación de la casa y desaparece rápidamente.

La música la evade, si el día no ha empezado muy bien, pero por mucho que a veces esté escuchando lo menos oriental del mundo, China le sigue ciñendo. Un viento frío y seco, montañitas de hielo en el suelo a las que nunca se acabará de acostumbrar manchan las baldosas rojizas mates.

En el cruce, docenas de bicis esperan a que la policía dé la salida levantando el brazo que acaba en una bandera tricolor y les espera un policía que parece cronometrar la llegada en la esquina que las refleja. Hay orden: autobuses, coches, bicis, rickshaws, peatones… Todos lo sabemos.

Lavabos públicos, carros de caballos con frutas, una gamba salta por la calle pues se ha escapado del grupo que vende un señor de Hebei, ancianos en medio de la gran avenida con cometas que vuelan más altas que los edificios, una tetería, mil peluquerías, mucha mucha gente.

Finalmente, tres policías vestidos en uniformes militares guardan las puertas del instituto (del mío, del de Bèi Dì y de todos). Les saluda, entra y se frota los ojos que permanecen dormidos mientras ocurre tantísimo a su alrededor.

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